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Semana 15

Semana 15

Lección 25: José Smith: El gran Profeta de la Restauración final — Su legado

Material principal

Doctrina y Convenios 135

Doctrina y Convenios

SECCIÓN 135

Anuncio del martirio de José Smith el Profeta y de su hermano Hyrum Smith el Patriarca en Carthage, Illinois, el 27 de junio de 1844. Este documento se incluyó al final de la edición de 1844 de Doctrina y Convenios, la que estaba casi lista para su publicación cuando José Smith y Hyrum Smith fueron asesinados.

1–2, José y Hyrum padecieron el martirio en la cárcel de Carthage; 3, Se aclama la posición preeminente del Profeta; 4–7, La sangre inocente de ellos testifica de la verdad y la divinidad de la obra.

1 Para sellar el testimonio de este libro y el Libro de Mormón, anunciamos el martirio de José Smith el Profeta y de Hyrum Smith el Patriarca. Ambos fueron agredidos a tiros en la cárcel de Carthage, el 27 de junio de 1844, cerca de las cinco de la tarde, por un populacho de entre ciento cincuenta y doscientas personas armadas, con la cara pintada de negro. Hyrum recibió los primeros disparos y con calma cayó, exclamando: ¡Soy hombre muerto! José saltó por la ventana y, al intentarlo, fue muerto a balazos mientras exclamaba: ¡Oh Señor, Dios mío! Muertos ya, dispararon sobre ellos de brutal manera y ambos recibieron cuatro balas.

2 John Taylor y Willard Richards, dos miembros del Cuórum de los Doce, eran las únicas personas que estaban en el cuarto en la ocasión; aquel resultó gravemente herido con cuatro balas, pero ya se ha restablecido; este, mediante la providencia de Dios, escapó sin un agujero siquiera en la ropa.

3 José Smith, el Profeta y Vidente del Señor, ha hecho más por la salvación del hombre en este mundo, que cualquier otro que ha vivido en él, exceptuando solo a Jesús. En el breve espacio de veinte años ha sacado a luz el Libro de Mormón, que tradujo por el don y el poder de Dios, y lo ha hecho publicar en dos continentes; ha enviado la plenitud del evangelio sempiterno, que el libro contiene, a los cuatro ángulos de la tierra; ha publicado las revelaciones y los mandamientos que integran este libro de Doctrina y Convenios, así como muchos otros sabios documentos e instrucciones para el beneficio de los hijos de los hombres; ha congregado a muchos miles de los Santos de los Últimos Días; ha fundado una gran ciudad y ha dejado un nombre y una fama que no pueden fenecer. Vivió grande y murió grande a los ojos de Dios y de su pueblo; y como la mayoría de los ungidos del Señor en tiempos antiguos, ha sellado su misión y obras con su propia sangre; y lo mismo ha hecho su hermano Hyrum. ¡En vida no fueron divididos, y en su muerte no fueron separados!

4 Al partir José para Carthage, para entregarse a los supuestos requisitos de la ley, dos o tres días antes de su asesinato, dijo: “Voy como cordero al matadero; pero me siento tan sereno como una mañana veraniega; mi conciencia se halla libre de ofensas contra Dios y contra todos los hombres. Moriré inocente, y aún se dirá de mí: fue asesinado a sangre fría”. Esa misma mañana, Hyrum, después de haberse preparado para ir —¿a la matanza, diremos?, sí, porque así fue— leyó el siguiente párrafo, cerca del fin del capítulo doce de Éter, en el Libro de Mormón, y dobló la hoja:

5 Y sucedió que le imploré al Señor que diera gracia a los gentiles, para que tuvieran caridad. Y aconteció que el Señor me dijo: Si no tienen caridad, es cosa que nada tiene que ver contigo; tú has sido fiel; por tanto, tus vestidos estarán limpios. Y porque has visto tu debilidad, serás fortalecido, aun hasta sentarte en el lugar que he preparado en las mansiones de mi Padre. Y ahora… me despido de los gentiles, sí, y también de mis hermanos a quienes amo, hasta que nos encontremos ante el tribunal de Cristo, donde todos los hombres sabrán que mis vestidos no se han manchado con vuestra sangre. Los testadores ahora han muerto, y su testamento está en vigor.

6 En febrero de 1844, Hyrum Smith cumplió cuarenta y cuatro años, y en diciembre de 1843, José Smith cumplió treinta y ocho; y desde ahora sus nombres serán contados entre los de los mártires de la religión; y el lector de toda nación tendrá presente que costó la mejor sangre del siglo diecinueve publicar el Libro de Mormón y este libro de Doctrina y Convenios de la iglesia, para la salvación de un mundo perdido; y que si el fuego puede marchitar el árbol vivo para la gloria de Dios, cuánto más fácil consumirá los árboles secos para purificar la viña de toda corrupción. Vivieron por la gloria; murieron por la gloria; y la gloria es su recompensa eterna. De generación en generación sus nombres pasarán a la posteridad como joyas para los santificados.

7 Fueron inocentes de todo crimen, como tantas veces se había comprobado previamente, y fueron encarcelados solo por conspiraciones de traidores y hombres inicuos; y su sangre inocente derramada en el piso de la cárcel de Carthage es un amplio sello estampado sobre el “Mormonismo” que ningún tribunal del mundo puede rechazar; y su sangre inocente sobre el escudo del estado de Illinois, con la palabra violada del estado que su gobernador había empeñado, es un testimonio de la verdad del evangelio sempiterno que el mundo entero no puede impugnar; y su sangre inocente sobre el pabellón de la libertad y sobre la Carta Magna de los Estados Unidos es un embajador de la religión de Jesucristo que tocará el corazón de los hombres honrados en todas las naciones; y su sangre inocente, con la sangre inocente de todos los mártires que Juan vio bajo el altar, clamará al Señor de los Ejércitos hasta que él haya vengado esa sangre sobre la tierra. Amén.

Material adicional

“Mi Siervo José”

Neal A. Maxwell

Del Cuórum de los Doce Apóstoles

“La vida del profeta José Smith fue de grandes realizaciones aun en medio de profundas desilusiones. Hermanos, ¿cómo sobrellevaremos nosotros nuestros altibajos?”

Concentraré mi mensaje, mencionando unos pocos puntos importantes, en el hombre al que el Señor llamó reiterada y afectuosamente “mi siervo José” (D. y C. 5:7). Lo que sucedió como consecuencia de la oración de José Smith en la primavera de 1820 indudablemente iluminó para siempre nuestro concepto de Dios, de nosotros mismos, de los demás, de la vida y ¡aun del universo! En una pequeña arboleda, ¡un jovencito comenzó a recibir respuesta a las mas antiguas y mas grandes preguntas del hombre! Pero el joven José ciertamente no fue a la Arboleda Sagrada con la intención de buscar la restauración del Santo Sacerdocio, de la sagrada investidura, del poder para sellar y de todas las llaves que les corresponden. ¡Si ni siquiera sabia que existían! Sólo deseaba saber a que iglesia debía unirse. En su oración se limitó a pedir orientación para saber que pensar y que hacer. Pero la respuesta, ¡fue de importancia eterna y universal!

¿Hubiera ido José Smith a la Arboleda, hermanos, si hubiese sabido de antemano la incesante persecución de que pronto seria víctima y que al fin le llevaría al martirio?

La valentía era una de las cualidades personales de José Smith; sin ella, habría procurado evitar llevar a cabo su extraordinaria responsabilidad. Alrededor de los siete años, padeció de una grave infección en una pierna; la amputación parecía inevitable. Pero el se negó a beber licor para menguar el dolor cuando iban a hacerle una operación en los huesos de la pierna empleando una dolorosa técnica nueva. Cabe decir, que aun a esa tierna edad, el pequeño muchachito tuvo la consideración de pedir a su madre que saliera de la habitación para que no presenciara su sufrimiento.

Aunque parezca extraño, la mejor atención médica que había en el país para la dolencia que el padecía se hallaba a sólo unos kilómetros de su casa en la persona del Dr. Nathan Smith, fundador de la Facultad de Medicina de Dartmouth y experto pionero de esa avanzada técnica. (Véase LeRoy S. Wirthlin, Brigham Young University Studies, “Joseph Smith’s Boyhood Operation: An 181.3 Surgical Success”. Tomo 21, primavera de 1981, Numero 2, págs. 131–154; véase también “Discovery”, Ensign, marzo de 1918, pág. 59.) El dirigió a los médicos que salvaron la pierna del Profeta, pierna que le sirvió para la agotadora marcha del Campo de Sión que tendría que realizar en el futuro.

José Smith demostraba con frecuencia su valentía, como lo contó alguien que recibió ayuda de el:

“La enfermedad y el miedo me habían quitado las fuerzas. José tenía que decidir si me dejaba allí para que me capturasen los de la turba o si el mismo se ponía en peligro para ayudarme. Después de decidirse por esto ultimo, me levantó cargándome sobre sus anchos hombros y me llevó, descansando a ratos, a través del pantano y de la obscuridad. Varias horas después, llegamos al desierto camino y poco mas tarde a un lugar seguro. La fortaleza de José… le permitió… salvarme la vida” (New Era, diciembre de 1973, pág. 19).

La valentía de José Smith se igualaba a su buena disposición para ser enseñado. La Restauración, que se verificó “con el transcurso del tiempo” (véase Moisés 7:21), así lo requería. A una gloriosa visitación seguía una laboriosa ejecución. Por ejemplo, a la entrega de las planchas de oro, el “hallazgo” mas asombroso de la historia en el campo de la religión, siguió la ardua traducción. Las llaves del santo apostolado fueron restauradas de un modo extraordinario, pero mucho antes de la marcha de prueba del Campo de Sión y el subsiguiente llamamiento de los Doce. La trascendental visita de Elías el profeta también tuvo lugar mucho antes de que las personas y los templos estuviesen preparados para el ejercicio del restaurado poder para sellar.

Si, José Smith recibió manifestaciones extraordinarias, pero acompañadas de constantes vejaciones. Por ejemplo, periódicamente se le presentaron mensajeros celestiales, pero entre estas visitas también se le presentaron periódicamente turbas terrenales.

Aun cuando el Profeta gozó de la confraternidad de seres celestiales, también fue traicionado por algunos de sus amigos terrenales. Si bien el recibir llaves y dones fue una realidad, también lo fue la perdida de seis de los once hijos que tuvo con su esposa Emma. Es cierto que se le revelaron en visiones vislumbres de horizontes remotos el primero y tercer estados; pero recibió esas gloriosas revelaciones por medio de los afanes de este arduo segundo estado, el terrenal.

El dedicado José Smith dio mucho y, no obstante, a menudo recibió muy poco. El presidente Brigham Young dijo con pesar:

“José no recibió de los hermanos de la Iglesia la lealtad que merecía. A su muerte, ellos aprendieron una buena lección; y después consideraron que si tan Sólo pudieran tenerlo nuevamente con ellos, obedecerían al pie de la letra sus consejos” (Journal of Discourses, 10:222).

Recuerdo haber leído hace unos años que, durante la gran apostasía que hubo en Kirtland, al saludar a alguien, el Profeta le retuvo la mano durante largo rato y, luego, con sereno discernimiento, le dijo que se alegraba de saber que fuese su amigo, porque tenía tan pocos en aquellos días.

José Smith fue un Vidente que poseyó el don de traducir escritos antiguos (History of the Church, 1:238), y un “vidente es mayor que un profeta” (véase Mosíah 8:13–17).

La tarea de la traducción fue en verdad “una obra maravillosa y un prodigio”, o, como se expresa en hebreo, “un milagroso milagro” (véase Isaías 29:14). Según el orden en que tradujo, los eruditos calculan que en la primavera de 1829 traducía rápidamente un equivalente diario de 8 a 13 páginas impresas de hoy. (Véase John W. Welch and Tim Rathbone, “The Translation of the Book of Mormon: Basic Historical Information”, Preliminary Report, F.A.R.M.S., Provo, Utah, 1986, págs. 38–39). Un traductor profesional me dijo hace poco que el considera productivo el poder traducir una página por día.

De José Smith, el traductor —que no tenía instrucción en teología—, hemos recibido mas páginas impresas de Escrituras que de cualquier otro mortal, según lo ha calculado el élder Jeffrey R. Holland.

José Smith, el Revelador, se convirtió también en un experto enunciador. El presidente Brigham Young comentó que el profeta José tenía la “afortunada facultad” de comunicar ideas “a veces en una sencilla frase … iluminando las tinieblas de las épocas … en un torrente de inteligencia celestial” (Journal of Discourses, 9:310).

José Smith iluminó el panorama de la vida para que podamos ver “las cosas como realmente son, y … como realmente serán” (Jacob 4:13). Las revelaciones sobre las dispensaciones de la historia de la salvación nos aclaran que Adán tenía la plenitud del Evangelio de Cristo, con todas sus ordenanzas (véase Moisés 5:58–59). Por lo tanto, el cristianismo no comenzó en Jerusalén, en el meridiano de los tiempos, con la mesiánica misión terrenal de Jesús. La difusión de ideas religiosas que empezó después de Adán naturalmente dio como resultado ciertas similitudes en diversas religiones. Por eso, como dijo el presidente Joseph F. Smith, hallamos en diversas culturas y religiones “vestigios del cristianismo”, que “datan de épocas … anteriores al Diluvio, independientes de la … Biblia” (Journal of Discourses, 15:325) De ahí que los Santos de los Últimos Días no nos sorprendamos, sino mas bien sintamos satisfacción, cuando se hacen descubrimientos que demuestran que el Señor “concede a todas las naciones” que se les enseñe una porción de “su palabra” (Alma 29:8).

En 1834, todos los poseedores del sacerdocio que había en Kirtland se reunieron, no en un tabernáculo, sino en una pequeña cabaña de troncos. Allí, José Smith profetizó que al fin la Iglesia crecería hasta llenar Norte y Sudamérica y aun todo el mundo. (Véase Wilford Woodruff, Millennial Star, sept. 19 de 1892, pág. 605; véase también “Conference Report” de abril de 1898, pág. 57.) ¡Pensemos, hermanos, en que hay mas de tres mil congregaciones que suman 162.000 hombres y hombres jóvenes que nos están escuchando ahora mismo! Y después, esta conferencia llegara en video a decenas de millares mas en cuarenta y siete países y en diecisiete idiomas.

Mas aun, los jóvenes varones que me escuchan esta noche, incluso varios de mis nietos, ayudaran en el cumplimiento ulterior de la osada profecía de José Smith, porque “los extremos de la tierra indagaran [el] nombre [de José Smith]” (D. y C. 122:1). Y los jóvenes que me escuchan hoy serán quienes responderán a esas indagaciones en años futuros y en lugares de nombres exóticos.

En otra notable profecía que hizo José Smith, casi treinta años antes de la guerra civil de los Estados Unidos, no sólo predijo el sitio donde comenzaría, sino, lo que es mas importante, que resultaría en “la muerte y miseria de muchas almas” (D. y C. 87:1). Hasta la fecha, esa guerra se clasifica como la mas sangrienta de los Estados Unidos.

Hizo además otras profecías: algunas siniestras, como la de que “una enfermedad desoladora cubrirá la tierra” (D. y C. 45:31). Cómo se cumplirá ese terrible presagio, no lo sabemos.

Cuando el Profeta y Brigham Young se conocieron, José Smith también profetizó que el hermano Young llegaría un día a presidir la Iglesia (véase Millennial Star, 25: 139).

Brigham Young no era persona que se dejaba impresionar fácilmente por la gente y, no obstante, dijo que sentía constantemente el deseo de alabar a Dios durante todos los años en que conoció a José Smith (véase

Journal of Discourses, 3:51). Las ultimas palabras de Brigham Young antes de morir fueron: “¡José, José, José!”, lo que significaba que estaba a punto de ver otra vez a su querido José (Leonard J. Arrington, Brigham Young: American Moses, Nueva York: Alfred A. Knopf, 1985, pág. 399).

José Smith ciertamente cumplió la predicción de su abuelo Asael Smith: “Ha llegado a mi alma el presentimiento de que uno de mis descendientes promulgara una obra que sacudirá al mundo de la fe religiosa” (Joseph Fielding Smith, Church History and Modern Revelation, Salt Lake City: Council of the Twelve Apostles, 1947, pág. 4. véase también Elementos de la Historia de k Iglesia, pág. 30).

José Smith no podía haber llevado a cabo todo lo que hizo si no se hubiera consagrado a la obra y sido sumiso. El élder Erastus Snow nos advirtió que cuando nos inclinamos “a ser obstinados y recalcitrantes … el Espíritu del Señor se mantiene alejado de nosotros” porque estamos demasiado ocupados en satisfacer nuestra propia voluntad, “interponiendo así una barrera” entre nosotros y Dios (Journal of Discourses, 7:352).

Al acercarse su muerte, en varias reuniones, el Profeta transfirió las llaves, la autoridad y las ordenanzas a los Doce. El presidente Wilford Woodruff dijo que, en una de esas ocasiones, “el rostro de José se puso resplandeciente como el ámbar y le cubrió un poder que jamas he visto en ser humano alguno” (Journal History, 12 de marzo de 1897). El presidente Young dijo que los que conocían a José Smith sabían cuando “el Espíritu de revelación estaba sobre el … porque en esas ocasiones había un resplandor y una transparencia especiales en su rostro” (Journal of Discourses, 9:89).

Pero con todo lo que dio a conocer, el profeta José Smith sabia muchísimo mas de lo que podía decir. El presidente John Taylor dijo que José Smith … “se sentía restringido y atado …” (Journal of Discourses, 10:147–148). Heber C.

Kimball confirmó que a veces el Profeta se sentía “como si estuviera cercado … que no había lugar para que el se extendiera … ni lugar en el corazón de la gente para recibir …” (Journal of Discourses, 10:233).

El profeta José Smith era un hombre muy bueno. No debemos imaginar que haya sido “culpable de cometer pecados graves”, porque, como el lo dijo: “jamas hubo en [su] naturaleza la disposición para hacer tal cosa” (José Smith-Historia 1:28). Cerca del fin de su vida, con mansedumbre, dijo: “Yo nunca os he declarado que soy perfecto; pero no hay errores en las revelaciones que he enseñado” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 457).

No es de sorprender que el Profeta haya estado estrechamente vinculado con profetas de otras épocas. Tal como en el Monte de la Transfiguración Pedro, Santiago y Juan recibieron las llaves del sacerdocio de manos de Elías, de igual modo, el profeta José Smith recibió las llaves del sacerdocio de manos de Elías y también de Pedro, Santiago y Juan, y de muchos otros. En una bendición que su padre le dio en diciembre de 1834, confirmó que el antiguo José en Egipto, “vio a sus descendientes en los últimos días … [y] anheló saber … quien sacaría a luz la palabra del Señor [para ellos] y sus ojos te contemplaron a ti, hijo mío [José Smith, hijo]: su corazón se regocijó y su alma quedó satisfecha … (Patriarchal Blessings, 1:3).

Con respecto a su padecimiento personal, se le prometió a José Smith que “se ensancha[ría su] corazón”. Y así fue que el escribió lo siguiente desde la cárcel de Liberty: “Pienso que después de esto mi corazón será para siempre mas compasivo que nunca … creo que jamas hubiera llegado a sentir lo que siento ahora si no hubiese sufrido …” (The Personal Writings of Joseph Smith, ed. por Dean C. Jessee, Salt Lake City: Deseret Book Co., 1984, pág. 387). ¿Y no se le había dicho, acaso: “… todas estas cosas te servirán de experiencia, y serán para tu bien”

(D. y C. 122:7)?

Lo mas importante es que, por medio del profeta José Smith, hemos recibido traducciones y revelaciones que han confirmado la realidad de la gloriosa Expiación, en la cual, lamentablemente, tan pocos de nuestros contemporáneos creen. ¡Y pensar que es el hecho central de la historia humana! Muy pocas palabras ha pronunciado Jesús acerca de los sentimientos que experimentó durante la dolorosa pero emancipadora Expiación. ¡Y casi todas esas valiosísimas y pocas palabras las hemos recibido por medio del profeta José! Jesús efectivamente sangró por cada poro; tembló a causa del dolor; padeció tanto en el cuerpo como en el espíritu; suplicó las fuerzas para no librarse de llevar a cabo la Expiación. Finalmente, acabó sus preparativos para con los hijos de los hombres. El manso Jesús dejó que Su voluntad fuese absorbida en la voluntad del Padre (véase Mosíah 15:7). Aun en medio de Su asombroso triunfo personal, Jesús, fiel a Su promesa preterrenal, siguió atribuyendo toda la gloria al Padre. (Véase D. y C.

19: 18–19; Moisés 4:2.)

La vida del profeta José Smith fue de grandes realizaciones aun en medio de profundas desilusiones. Hermanos, ¿cómo sobrellevaremos nosotros nuestros altibajos? ¿Seremos sumisos o seremos “obstinados y recalcitrantes”?

José Smith se consagró por completo y experimentó un “constante progreso espiritual” (History of the Church, 6:317). ¿Haremos lo mismo, hermanos, manifestando a nuestra familia, amigos y congregaciones no sólo nuestro testimonio verbal sino también el del ejemplo de nuestro progreso espiritual? Lo lograremos siendo de un modo cada vez mas visible “hombres de Cristo”.

¿O seremos como los que eran decentes pero que no tuvieron el valor de declarar públicamente que creían en Jesús porque tenían miedo de perder su puesto en la sinagoga? (véase Juan 12:42–43). Hay muchas situaciones equivalentes a esa en la actualidad, y algunos miembros de la Iglesia no desean arriesgarse a perder su puesto. Cada día decidimos hasta que punto seremos discípulos de Cristo. Cada día respondemos a la pregunta: “¿Quién sigue al Señor?”

Mis hermanos, estos son vuestros días (véase Helamán 7:9) en la historia de la Iglesia. Fijaos bien en la clase de días que serán, días en que visiblemente el Señor “desnudara su santo brazo ante los ojos de todas las naciones” (D. y C. 133:3). Dios también “apresurara” Su obra (D. y C. 88:73). El hará que sean “acortados” incluso los penosos últimos días “por causa de los escogidos”, por lo que mas acontecimientos se verificaran sucesivamente en menos tiempo (Mateo 24:22; José Smith-Mateo 1:20). Además, “todas las cosas estarán en conmoción” (D. y C. 88:91). Únicamente los que estén esforzándose por ser hombres y mujeres de Cristo podrán conservar su equilibrio espiritual. Ruego que “andemos por fe” y, si es preciso, ¡hasta de rodillas! En el nombre de Jesucristo. Amén.

Neal A. Maxwell, “Mi siervo José”, Liahona, julio de 1992, págs. 43–46.

“Una época de expresar gratitud”

Por el presidente Gordon B. Hinckley

Damos gracias a Dios por el profeta José. Él fue quien nos brindó el verdadero conocimiento de Dios, el Eterno Padre, y de Su Hijo resucitado, el Señor Jesucristo.

Ésta es una época de dar y un tiempo de gratitud. Con agradecimiento recordamos el nacimiento del profeta José Smith, que se conmemora también en este mismo mes de diciembre, dos días antes de Navidad.

Ciertamente, ¡cuán grande es la deuda que tenemos con él! Su vida se inició en el estado de Vermont y llegó a su fin en el de Illinois, y maravillosos fueron los sucesos que tuvieron lugar entre el sencillo comienzo y el trágico fin. Él fue quien nos brindó el verdadero conocimiento de Dios, el Eterno Padre, y de Su Hijo Resucitado, el Señor Jesucristo; en el breve tiempo que duró su grandiosa visión, aprendió más sobre la naturaleza de la Deidad que todos aquellos que, a través de los siglos, habían discutido el tema en concilios de eruditos y en foros de letrados. Él puso a nuestra disposición el maravilloso Libro de Mormón como otro testigo de la realidad viviente que es el Hijo de Dios y recibió, de los que los poseían en la antigüedad, el sacerdocio, el poder, la autoridad, las llaves para hablar y actuar en el nombre de Dios. Él nos dejó la organización de la Iglesia con su misión grandiosa y sagrada. Por medio de él se restauraron las llaves de los santos templos, a fin de que hombres y mujeres puedan entrar en convenios eternos con Dios y que se lleve a cabo la gran obra por los muertos para darles la oportunidad de recibir bendiciones eternas.

Grande es su gloria; su nombre es eterno.

Siempre jamás él las llaves tendrá.

Justo y fiel, entrará en su reino

y entre profetas se le premiará.

(“Loor al Profeta”, Himnos, No 15.)

José Smith fue un instrumento en las manos del Todopoderoso; fue el siervo que actuó bajo la dirección del Señor Jesucristo para llevar a cabo esta gran obra de los últimos días.

Lo honramos; él es el gran Profeta de esta dispensa­ción y está a la cabeza de esta grandiosa y extraordinaria obra que va extendiéndose por toda la tierra; es nuestro Profeta, nuestro Revelador, nuestro Vidente y nuestro amigo. No lo olvidemos; no dejemos de lado su recuerdo en las celebraciones de Navidad. Damos gracias a Dios por el profeta José.

Ahora bien, ¡qué maravillosa época del año es ésta, la de Navidad! Todo el mundo cristiano, aun cuando no: entienda lo mismo que nosotros entendemos, se detiene- en contemplación y recuerda con gratitud el nacimiento del Hijo de Dios.

Según las palabras de Phillips Brooks:

¡Es Navidad en el mundo, noche que resplandece!

Navidad en las tierras de pinos y de abetos;

Navidad donde la vid y la palmera crecen;

Navidad en las crestas nevadas y solemnes;

Navidad en los campos donde el trigo se mece…

¡Navidad, Navidad esta noche, en todo lugar!

Pues el Niño, el Cristo, es Maestro de todos:

no hay palacio o cabaña donde Él no pueda estar.

(“Christmas Everywhere” —“Navidad por todas partes”—, en Best-Loved Poems of the LDS People, recopi­lado por Jack M. Lyon y otros, 1996, pág. 30; traducción libre.)

Es en ese espíritu que nos extendemos para abrazar a todos con aquel amor que forma parte de la esencia del Evangelio de Jesucristo. Nosotros, los Santos de los Últimos Días, somos un inmenso grupo de personas ligadas en una unidad de amor y de fe. Tenemos una grandiosa bendición, tanto colectiva como individual­mente: llevamos en el corazón una convicción firme e inquebrantable de la misión del Señor Jesucristo; Él fue el gran Jehová del Antiguo Testamento, el Creador que, bajo la dirección de Su Padre, creó todas las cosas, “y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:3); Él fue el Mesías prometido, que vino con salvación en Sus alas; fue el obrador de milagros, el gran sanador, la resurrección y la vida. El Suyo es el único nombre bajo el cielo por el cual podemos ser salvos.

Él estuvo con Su Padre en el principio; después fue hecho carne y habitó entre nosotros, “y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre… lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).

A todos los que lo recibieron, “a los que creen en su nombre” (Juan 1:12), les dio potestad de convertirse en hijos de Dios.

Él vino como un don de Su Padre Eterno. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Él condescendió en abandonar Su trono en las alturas y en venir a la tierra para nacer en un pesebre, en una nación vencida. El recorrió los polvorientos caminos de Palestina sanando enfermos, enseñando la doctrina, bendiciendo a todos los que lo aceptaran.

Él vino “al mundo [no] para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17).

No hace mucho caminamos por donde Él caminó, por el “Campo de los pastores”, por Belén, Nazaret, Caná, Galilea, Jerusalén, Getsemaní, Gólgota, y vimos el sepulcro vacío; allí percibimos la majestad y el prodigio de aquel hombre llamado Jesús.

Él nos enseñó los prodigios de Dios, y abrió los ojos del entendimiento a todos los que quisieran escuchar. Él fue el cumplimiento de la ley, el sacrificio que, a partir de entonces, puso fin a todos los demás sacrificios.

Él fue el gran Jehová del Antiguo Testamento, el Creador que, bajo la dirección de Su Padre, creó todas las cosas, «y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho» (Juan 1:3).

“Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isaías 9:6).

“Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago reto­ñará de sus raíces.

“Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová,

“Y le hará entender diligente en el temor de Jehová. No juzgará según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oigan sus oídos;

“sino que juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra; y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío.

“Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura” (Isaías 11:1-5).

En el Calvario, El dio Su vida por cada uno de noso­tros. “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:55).

Honramos Su nacimiento, pero sin Su muerte éste habría sido sólo un nacimiento más en el mundo. Lo que hizo que Su don fuera inmortal, universal y eterno, fue la, redención que El llevó a cabo en el huerto de Getsemaní y en la cruz del Calvario. La Suya fue una Expiación grandiosa por los pecados de toda la humanidad. Él fue la resurrección y la vida, las “primicias de los que durmieron” (1 Corintios 15:20). Gracias a Él, todo ser humano se levantará del sepulcro.

Pero, además de eso, Él nos enseñó el camino, la verdad y la vida; El entregó las llaves por medio de las cuales podemos ir hacia la inmortalidad y la vida eterna.

Honramos el nacimiento del Salvador, pero sin Su muerte éste habría sido sólo un nacimiento más en el mundo. Él fue la Resurrección y la vida. Gracias a Él, todo ser humano se levantará del sepulcro.

Lo amamos. Lo honramos. Le estamos agradecidos. Lo adoramos. Él ha hecho por cada uno de nosotros y por toda la humanidad, lo que ningún otro habría podido hacer. Damos gracias a Dios por el don de Su Hijo Amado, nuestro Salvador, el Redentor del mundo, el Cordero sin mancha que fue ofrecido en sacrificio por todo el género humano.

Él fue quien dirigió la Restauración de ésta, Su obra, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos. Esta es Su Iglesia y lleva Su santo nombre.

¡Regocijad! Jesús nació, del mundo Salvador;

y cada corazón tomad a recibir al Rey… Venid a recibir al Rey.

(“¡Regocijad! Jesús nació”, Himnos, No 123.)

La Navidad es mucho más que los arbolitos adornados y las luces de colores, es más que los juguetes, los regalos y los cientos de variadas decoraciones. Es amor; es el amor del Hijo de Dios por todo ser humano; se extiende más allá de nuestra facultad de comprensión. Es hermosa y magnífica.

Es paz. Es la paz que reconforta, que sostiene y bendice a todos los que la acepten.

Es fe. Es la fe en Dios y en Su Hijo Eterno; es la fe en Sus vías y en Su mensaje maravillosos; es la fe en El cómo nuestro Redentor y nuestro Señor.

Testificamos de Su viviente realidad. Testificamos de la divinidad de Su naturaleza. En nuestros momentos de agradecida meditación, reconocemos Su don de inesti­mable valor para nosotros y le prometemos nuestro amor y fe. Eso es, en realidad, lo que es la Navidad. Ese es el verdadero significado de la Navidad.

A cada uno de ustedes les extendemos nuestro amor y bendición. Que ustedes, doquiera se encuentren en el mundo, tengan una Navidad maravillosa; que en su hogar reinen la paz, el amor y la bondad; que el marido sonría con amor a su esposa; y que ustedes, esposas, sientan el gozo dulce de saberse amadas, honradas, respe­tadas y contempladas con admiración. Que sus hijos sean felices y estén llenos de ese encanto indescriptible que es el espíritu de la Navidad. Y aquellos que no tengan compañero encuentren tierna compañía en el conocimiento de que no están solos, que Jesús es Su Amigo. El vino “Para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz” (Lucas 1:79).

Que sea ésta una época feliz y maravillosa. Dejamos una bendición sobre ustedes, una bendición de Navidad, para que sean felices. Que aun los que tengan el corazón apesadumbrado de dolor se eleven con la sanidad que sólo viene de Aquel que reconforta y tranquiliza. “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí” (Juan 14:1). Así dijo El en la hora de Su gran tribulación: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).

En el espíritu de esa gran promesa y don, regocijé­monos todos durante esta bendita época de Navidad.

Gordon B. Hinckley, “Una época de expresar gratitud”, Liahona, diciembre de 1997, 2–6.

El perfil de un Profeta

Por el Presidente Hugh B. Brown (1883–1975)

Hugh B. Brown nació en Salt Lake City, Utah, el 24 de octubre de 1883. Sus padres fueron Homer Manly Brown y Lydia Jane Brown. Cuando tenía 15 años, su familia se mudó a Canadá. El 17 de junio de 1908, se casó en el Templo de Salt Lake con Zina Young Card, hija de Charles O. Card (fundador de Cardston, Alberta, Canadá) y nieta de Brigham Young. Tuvieron seis hijas y dos hijos. El presidente Brown ejerció el Derecho como profesión, primero en Canadá y después en los Estados Unidos. Prestó servicio como comandante en el ejército canadiense durante la Primera Guerra Mundial. De 1946 a 1950 fue profesor de religión y coordinador de asuntos de veteranos en la Universidad Brigham Young. En 1953, mientras servía como presidente de Richland Oil Development Company of Canada, Ltd. [compañía petrolera Richland de Canadá], se le llamó a servir como ayudante de los Doce Apóstoles. El 10 de abril de 1958 se le ordenó apóstol, y el 22 de junio de 1961 se lo sostuvo como Consejero del presidente David O. McKay. Sirvió en la Primera Presidencia hasta la muerte del presidente McKay, acaecida el 18 de enero de 1970, momento en el que retomó su puesto en el Quórum de los Doce Apóstoles. Falleció el 2 de diciembre de 1975.

Me agradaría actuar durante unos minutos como testigo a favor de la propuesta de que el Evangelio de Jesucristo se ha restaurado en nuestros días y de que ésta es Su Iglesia, la cual se organizó bajo Su dirección a través del profeta José Smith. Me agradaría exponer algunas de las razones que sostienen mi fe y mi fidelidad a la Iglesia. Quizá pueda lograrlo con mayor presteza al hacer referencia a una entrevista que tuve en Londres, Inglaterra, en 1939, justo antes de que estallara la [Segunda Guerra Mundial]. Había conocido a un prominente caballero inglés, miembro de la Cámara de los Comunes y antiguo juez del Tribunal Supremo de Inglaterra. En mis conversaciones con ese caballero acerca de varios temas, a los que él llamaba “vejaciones del alma”, hablamos de negocios y de leyes, de política, de relaciones internacionales y de guerras, y a menudo abordábamos la religión. Un día me llamó por teléfono y me pidió que fuera a verle a su oficina para explicarle ciertos aspectos del Evangelio. Él dijo: “Creo que se va a desatar una guerra. En ese caso, usted tendrá que regresar a América y quizá no nos volvamos a ver”. Su suposición sobre la inminencia de la guerra y la posibilidad de que no volviéramos a vernos resultó ser profética. Cuando llegué a su oficina, me dijo que estaba intrigado por algunas de las cosas que le había dicho. Me pidió que le preparara un informe acerca del mormonismo… y que se lo presentara del mismo modo en que uno abordaría un problema legal.

Dijo: “Me ha dicho que cree que José Smith fue un profeta. Me ha dicho que cree que Dios el Padre y Jesús de Nazaret se aparecieron a José Smith. No concibo cómo un abogado y jurista de Canadá, un hombre diestro en la lógica y basado en las pruebas tangibles, puede aceptar unas declaraciones tan absurdas. Lo que me dice de José Smith me parece absurdo, pero creo que debería tomarse al menos tres días y preparar un informe, y permitirme examinarlo y cuestionarlo al respecto”.

Le sugerí que procediéramos de inmediato a una exhibición de pruebas, que es, en breve, una reunión entre dos partidos opuestos en un juicio donde el demandante y el acusado, con sus abogados, examinan sus alegaciones respectivas para ver si pueden encontrar algún punto en el que estén de acuerdo, y de ese modo ahorrar tiempo al no tener que llevar esos puntos a juicio más tarde. Le dije que quizá podíamos averiguar si teníamos algún punto en común desde el que pudiéramos analizar juntos mis ideas “absurdas”. Él aceptó la propuesta de muy buena gana.

En los pocos minutos que tengo disponibles, sólo puedo facilitarles una sinopsis condensada y abreviada de la conversación de tres horas que se desencadenó. Para ahorrar tiempo, recurriré al método de preguntas y respuestas más bien que a la narración. Comencé preguntándole: “¿Puedo proceder, señor, basándome en la suposición de que usted es cristiano?” .

“Lo soy”.

“Doy por sentado que cree en la Biblia, en el Antiguo y el Nuevo Testamento”.

“¡Así es!”

“¿Cree en la oración?”

“Sí, creo”.

“¿Dice que mi creencia de que Dios habló a un hombre en nuestros días es increíble y absurda?”

“Para mí, lo es”.

“¿Cree que Dios ha hablado con alguna persona en algún momento?”

“Ciertamente. A lo largo de toda la Biblia hay numerosas pruebas de ello”.

“¿Habló con Adán?”

“Sí”.

“¿Y con Enoc, Noé, Abraham, Moisés, Jacob, José y todos los profetas sucesivos?”

“Creo que habló con cada uno de ellos”.

“¿Cree que el contacto entre Dios y el hombre cesó cuando Jesús se apareció en la tierra?”

“No, dicha comunicación alcanzó el nivel más alto, el punto culminante, en aquel momento”.

“¿Cree que Jesús era el Hijo de Dios?”

“Sí, lo era”.

“¿Cree, señor, que después de que Jesús resucitara, cierto hombre de ley y fabricante de tiendas llamado Saulo de Tarso, en su camino hacia Damasco, habló con Jesús de Nazaret, que había sido crucificado y había resucitado y ascendido al cielo?”

“Lo creo”.

“¿De quién era la voz que oyó Saulo?”

“Fue la voz de Jesucristo, porque así se presentó Él mismo”.

“En este caso,… le afirmo, de la manera más solemne, que en los tiempos de la Biblia era costumbre que Dios hablara a los hombres”.

“Creo que lo admitiré, pero eso llegó a su fin poco después del primer siglo de la era cristiana”.

“¿Por qué piensa que llegó a su fin?”

“No lo sé”.

“¿Piensa que Dios no ha vuelto a hablar desde entonces?”

“Estoy seguro que no”.

“Debe haber algún motivo; ¿me puede decir alguno?”

“Ignoro el motivo”.

“Si se me permite, voy a sugerir algunas posibles razones: quizá Dios ya no hable a los hombres porque no puede hacerlo; ya ha perdido Su poder para hacerlo”.

Él respondió: “Desde luego que suponer eso equivaldría a blasfemar”.

“Bueno, en ese caso, si no acepta esa razón, entonces quizá ya no hable a los hombres porque ya no nos ama. Ya no se interesa por los asuntos de los hombres”.

“No”, dijo, “Dios ama a todos los hombres y no hace acepción de personas”.

“En ese caso, si Dios puede hablarnos y nos ama, entonces la única respuesta posible, según lo veo yo, es que ya no lo necesitamos. Hemos logrado avances tan rápidos en la ciencia, somos tan cultos y educados, que ya no necesitamos a Dios”.

Entonces él respondió con una voz temblorosa, mientras pensaba en la guerra inminente: “Señor Brown, nunca ha habido un momento en la historia del mundo en que se haya necesitado la voz de Dios de manera tan crítica como ahora. Quizá pueda decirme usted por qué no habla”.

Mi respuesta fue la siguiente: “Sí habla; Él ha hablado, pero los hombres necesitan tener fe para oírlo”.

Procedimos, entonces, a preparar lo que llamaré “el perfil de un Profeta”. …Acordamos, entre nosotros, que las características que figuran a continuación distinguirían al hombre que declare ser un profeta.

A. Afirmaría valientemente que Dios [ha] hablado con él.

B. El hombre que declarara tal cosa sería una persona distinguida con un mensaje refinado; no haría brincar una mesa [como lo haría un médium], ni transmitiría susurros de entre los muertos ni clarividencia, sino que declararía la verdad de una manera inteligente.

C. El hombre que afirmara ser un profeta de Dios declararía su mensaje sin miedo alguno y sin hacer ninguna concesión ante la opinión pública.

D. Si hablara en el nombre de Dios, no podría hacer concesión alguna aunque lo que enseñara fuera nuevo y contrario a las enseñanzas aceptadas de la época. Un profeta da testimonio de lo que ha visto y oído y rara vez procura establecer su palabra mediante el debate. Lo importante es su mensaje, no él.

E. Tal hombre hablaría en el nombre del Señor y declararía: “Así dice el Señor”, como Moisés, Josué y otros.

F. Tal hombre predeciría futuros acontecimientos en el nombre del Señor, y se cumplirían, como lo hicieron Isaías y Ezequiel.

G. No sólo tendría un mensaje importante para su época, sino también para todas las épocas futuras, como lo hicieron Daniel, Jeremías y otros.

H. Tendría el valor y la fe suficientes para sobrellevar bien la persecución y dar su vida, si fuera necesario, por la causa que defendía, como lo hicieron Pedro, Pablo y otros.

I. Tal hombre condenaría la iniquidad sin temor. Sería rechazado o perseguido en general por la gente de su época, pero las generaciones posteriores, los descendientes de sus perseguidores, levantarían monumentos en su honor.

J. Sería capaz de llevar a cabo obras sobrehumanas, que ningún hombre podría efectuar sin la ayuda de Dios. La consecuencia o resultado de su mensaje y de su obra constituirían evidencia convincente de su llamado profético. “…por sus frutos los conoceréis” [Mateo 7:20].

K. Sus enseñanzas estarían estrictamente en armonía con las Escrituras, y su palabra y sus escritos se convertirían en Escritura, “porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21).

Ahora bien, esto no es más que un breve esbozo que se puede llenar y ampliar para después evaluar y juzgar al profeta José Smith frente a la obra y la talla de otros profetas.

Como estudiante de la vida del profeta José Smith durante más de 50 años, les aseguro que…, a la luz de estos factores, José Smith reúne los requisitos de profeta de Dios.

Creo que José Smith fue un profeta de Dios porque hablaba como un profeta. Fue el primer hombre, desde la época en que los apóstoles de Jesucristo fueron asesinados, que declaró lo que los profetas siempre han afirmado, [es decir], que Dios había hablado con él. Vivió y murió como un profeta. Creo que fue un profeta de Dios porque dio a este mundo algunas de las revelaciones más grandes de entre todas las demás que existen. Creo que fue un profeta de Dios porque predijo muchas cosas que se han llevado a cabo, cosas que sólo Dios podía llevar a efecto.

Juan, el amado discípulo de Jesús, declaró: “…el testimonio de Jesús es el espíritu de profecía” [Apocalipsis 19:10]. Si José Smith tenía el testimonio de Jesús, tenía el espíritu de profecía, y si tenía el espíritu de profecía, era profeta. Les expongo, como le expuse a ese amigo mío, que él tuvo un testimonio de Jesús igual o mayor que el de cualquier otro hombre que haya vivido, ya que a semejanza de los apóstoles de la antigüedad, lo vio y lo oyó hablar. Dio su vida por ese testimonio. Desafío a cualquiera a que nombre a una persona que haya aportado más pruebas del llamamiento divino de Jesucristo que las que brindó el profeta José Smith.

Creo que el profeta José Smith fue un profeta porque efectuó muchas obras sobrehumanas. Una de ellas fue traducir el Libro de Mormón. Algunas personas no estarán de acuerdo, pero yo les declaro que el profeta José Smith realizó una obra sobrehumana al traducir el Libro de Mormón. Los invito… a emprender la redacción de una historia acerca de los antiguos habitantes de América. Háganlo como él, sin ningún tipo de material de referencia. Incluyan en su relato 54 capítulos que traten de guerras, 21 capítulos históricos, 55 capítulos sobre visiones y profecías y, tengan presente, al escribir sobre esas visiones y profecías, que deberán hacer que su registro concuerde meticulosamente con la Biblia. Escriban 71 capítulos de doctrina y exhortaciones, y en ellos, también, tendrán que verificar que cada declaración concuerde con las Escrituras, o se demostrará que ustedes son impostores. Deberán escribir 21 capítulos acerca del ministerio de Cristo, y todo lo que indiquen que dijo e hizo y cada testimonio que escriban en el libro acerca de Él debe concordar totalmente con el Nuevo Testamento.

Les pregunto: ¿Les gustaría emprender semejante tarea? Les diré también que deberán emplear figuras retóricas, símiles, metáforas, narraciones, exposiciones, descripciones, oratoria, épica, lírica, lógica y parábolas. Aborden ese trabajo, ¿qué les parece? Les pido que recuerden que el hombre que tradujo el Libro de Mormón era un joven que no había tenido la oportunidad de ir a la escuela como ustedes, y aun así, dictó ese libro en un espacio de sólo dos meses e hizo muy pocas correcciones, si acaso hizo alguna. Durante más de 100 años, algunos de los mejores estudiantes y eruditos del mundo han procurado demostrar con la Biblia que el Libro de Mormón es falso, pero ni uno solo de ellos ha sido capaz de demostrar que algo que escribiera no estuviera en completa armonía con las Escrituras…

José Smith emprendió y llevó a cabo otras tareas sobrehumanas, entre ellas las siguientes: Organizó la Iglesia. (Puntualizo que ninguna constitución establecida por el hombre ha sobrevivido 100 años sin modificaciones ni enmiendas, ni siquiera la Constitución de los Estados Unidos. La ley o constitución básica de la Iglesia nunca se ha visto alterada.) Emprendió la labor de llevar el mensaje del Evangelio a todas las naciones, lo que representa una tarea sobrehumana que todavía está en proceso. Se dispuso, por mandato divino, a reunir a miles de personas en Sión. Instituyó la obra vicaria por los muertos y construyó templos para ese propósito. Prometió que ciertas señales seguirían a los creyentes, y hay miles de testigos que certifican que esa promesa se ha cumplido.

Le dije a mi amigo: “…No logro comprender por qué me dice que mis afirmaciones son absurdas. Tampoco alcanzo a entender por qué personas cristianas que afirmaban creer en Cristo perseguirían y matarían a un hombre cuyo único propósito era el de demostrar la veracidad de las cosas que ellos mismos declaraban, es decir, que Jesús es el Cristo. Podría comprender que le hubiesen perseguido si José hubiese declarado: ‘Yo soy Cristo’, o si hubiera dicho: ‘No hay Cristo’, o si hubiera dicho que otra persona era el Cristo. En ese caso, la oposición de los cristianos creyentes habría estado justificada. Pero lo que dijo fue: ‘Les declaro a Aquel a quien afirman servir… Testifico que lo vi y hablé con Él, que es el Hijo de Dios. ¿Por qué me persiguen por esto?’”…

Quizá algunos de ustedes se pregunten cómo respondió el juez ante nuestra discusión. Permaneció sentado y escuchó con mucha atención; después formuló ciertas preguntas muy agudas y perspicaces, y al final dijo: “Señor Brown, me pregunto si su gente se da cuenta de la trascendencia de su mensaje. ¿Y usted?” A lo que añadió: “Si lo que me ha dicho es verdad, se trata del mensaje más grandioso que ha llegado a la tierra desde que los ángeles anunciaron el nacimiento de Cristo”.

Así hablaba un juez, un gran hombre de estado, un hombre inteligente, e hizo hincapié en la pregunta: “¿Se da cuenta de la trascendencia de lo que dice?”; a esto añadió: “Deseo que fuese verdad. Espero que sea verdad. Dios sabe que debería ser verdad. Ruego a Dios”, y lloró al decirlo, “que aparezca algún hombre en la tierra y diga con autoridad: ‘Así dice el Señor’”.

Como dije antes, no volvimos a vernos. Les he expuesto con mucha brevedad algunas de las razones por las que creo que José Smith fue un profeta de Dios, pero hay algo más que sirve de fundamento a todas éstas y va mucho más allá de ellas. Les digo desde lo más profundo de mi corazón que mediante las revelaciones del Espíritu Santo sé que José Smith fue un profeta de Dios. Aunque estas evidencias y muchas otras que se podrían citar podrían proporcionar a algunos una convicción intelectual, sólo mediante los susurros del Santo Espíritu puede uno llegar a saber de las cosas de Dios. Gracias a esos susurros, puedo decir que sé que José Smith es un profeta de Dios. Doy gracias a Dios por este conocimiento.

Un fragmento de la versión editada y publicada de un discurso pronunciado en la Universidad Brigham Young el 4 de octubre de 1955; puntuación, utilización de mayúsculas y ortografía modernizadas.

Hugh B. Brown, “El perfil de un Profeta”, Liahona, junio de 2006, págs. 10–15.

Lección 26: La Restauración continúa: La dispensación del cumplimiento de los tiempos

Material principal

La Iglesia verdadera y viviente

Presidente Henry B. Eyring

Primer Consejero de la Primera Presidencia

La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es verdadera e imperecedera.

Al sostener a Thomas Spencer Monson como profeta, vidente y revelador y como Presidente de La Iglesia, y a Todd Christofferson como apóstol y miembro del Quórum de los Doce Apóstoles, hemos visto y sentido la evidencia de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es verdadera y viviente. El Señor habló a aquellos por medio de quienes Él restauró la Iglesia en los postreros días; dijo que ellos tendrían “…el poder para establecer los cimientos de esta iglesia y de hacerla salir de la obscuridad y de las tinieblas, la única iglesia verdadera y viviente sobre la faz de toda la tierra, con la cual yo, el Señor, estoy bien complacido, hablando a la iglesia colectiva y no individualmente,

“porque yo, el Señor, no puedo considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia.

“No obstante, el que se arrepienta y cumpla los mandamientos del Señor será perdonado;

“y al que no se arrepienta, le será quitada aun la luz que haya recibido; porque mi Espíritu no luchará siempre con el hombre, dice el Señor de los Ejércitos”.

Ésta es la Iglesia verdadera, la única Iglesia verdadera, ya que en ella están las llaves del sacerdocio. Sólo en esta Iglesia el Señor ha depositado el poder para sellar tanto en la tierra como en el cielo tal como lo hizo en la época del apóstol Pedro. Esas llaves se restauraron a José Smith, a quien luego se le autorizó conferirlas a los miembros del Quórum de los Doce.

Cuando el profeta José fue asesinado, los enemigos de la Iglesia pensaron que ésta desaparecería; creyeron que era la creación de un hombre mortal y que, por lo tanto, perecería con él. Pero sus esperanzas se truncaron; era la Iglesia verdadera y también tenía el poder de perdurar aun cuando fallecieran las personas escogidas para guiarla por cierto tiempo.

Hoy hemos visto una demostración de que ésta es la Iglesia verdadera y viviente. Las llaves del sacerdocio están en poder de seres mortales, pero el Señor ha preparado un medio para que éstas permanezcan en funcionamiento sobre la tierra siempre y cuando el pueblo ejerza fe en que las llaves están sobre la tierra y en que se han transmitido por voluntad de Dios a Sus siervos escogidos.

El pueblo de Dios no siempre ha sido digno de la maravillosa experiencia que hemos tenido hoy. Tras la ascensión de Cristo, los apóstoles continuaron ejerciendo las llaves que Él les dejó; no obstante, debido a la desobediencia y la pérdida de fe de los miembros, los apóstoles murieron sin transferir las llaves a un sucesor. A ese trágico episodio lo llamamos “la apostasía”. Si los miembros de la Iglesia de aquel tiempo hubieran tenido la oportunidad y la voluntad de ejercer la fe como ustedes lo han hecho hoy, el Señor no hubiera retirado las llaves del sacerdocio de la tierra; de modo que hoy es un día de trascendencia histórica e importancia eterna en la historia del mundo y para los hijos de nuestro Padre Celestial.

Nuestra obligación es permanecer dignos de la fe necesaria para cumplir la promesa que hemos hecho de sostener a los que han sido llamados. El Señor estaba bien complacido con la Iglesia al comienzo de la Restauración, al igual que lo está hoy; no obstante, advirtió a los miembros de ese entonces, como lo hace ahora, que Él no puede considerar el pecado con el más mínimo grado de tolerancia. A fin de sostener a quienes se ha llamado hoy, debemos examinar nuestra vida; arrepentirnos, de ser necesario; prometer guardar los mandamientos del Señor y seguir a Sus siervos. El Señor nos advierte que si no hacemos estas cosas, el Espíritu Santo se retirará, perderemos la luz que hemos recibido y no podremos cumplir la promesa que hemos hecho hoy de sostener a los siervos del Señor en Su Iglesia verdadera.

Cada uno de nosotros debe realizar una evaluación personal. Primero, debemos juzgar la magnitud de nuestro agradecimiento por ser miembros de la verdadera Iglesia de Jesucristo. En segundo lugar, debemos saber, por el poder del Espíritu Santo, cómo podemos mejorar nuestra obediencia a los mandamientos.

Por profecía, no sólo sabemos que la Iglesia verdadera y viviente no será quitada de la tierra nuevamente, sino que también mejorará. Nuestra vida cambiará para bien a medida que ejerzamos la fe para arrepentimiento, que recordemos siempre al Salvador y tratemos de guardar Sus mandamientos con más firmeza. Las Escrituras contienen promesas de que, cuando el Señor vuelva otra vez a Su Iglesia, la encontrará espiritualmente preparada para Él; eso debería hacernos estar decididos y sentirnos optimistas. Debemos mejorar; podemos hacerlo; y lo haremos.

Hoy, en especial, sería acertado tomar la determinación de sostener con nuestra fe y oraciones a todos los que nos presten servicio en el reino. Sé, personalmente, del poder de la fe de los miembros para sostener a los que han sido llamados. Las últimas semanas he sentido de manera muy intensa las oraciones y la fe de personas que no conozco y que me conocen a mí sólo como alguien llamado a servir mediante las llaves del sacerdocio. El presidente Thomas S. Monson será bendecido por medio de la fe sustentadora de ustedes; también se derramarán bendiciones sobre la familia Monson debido a la fe y las oraciones de ustedes. Todos aquellos a quienes sostuvieron hoy serán sostenidos por Dios debido a la fe de ellos y a la de ustedes.

Todo miembro tendrá oportunidades de sostener a sus líderes mediante el servicio que brinde en el nombre de Dios. La Iglesia es una fuerza poderosa que bendice a los miembros y a todas las personas de la tierra; por ejemplo, la Iglesia ha prestado ayuda humanitaria notable en todo el mundo. Todo ello es posible gracias a la fe de los miembros y la de amigos en que Dios vive y en que el Señor desea socorrer a todos los necesitados a quienes se pueda llegar por medio de Sus fieles discípulos.

Además, es a través de la Iglesia y de las ordenanzas que en ella se realizan, que la bendición del poder para sellar llega al mundo de los espíritus; ésta es una Iglesia verdadera y viviente, que llega aun a aquellos que ya no viven. Al tener la fe de buscar los nombres de sus antepasados y al ir a la casa del Señor para efectuar las ordenanzas vicarias a favor de ellos, ustedes sostienen esta gran obra, cuyo propósito es ofrecer la salvación a todos los hijos de nuestro Padre Celestial que vienen al mundo.

Quisiera hablar sobre algunos de los motivos que hallo para sentirnos agradecidos por tener una Iglesia verdadera y viviente; después sugeriré algunas maneras en las que veo que la Iglesia se está preparando para el regreso del Salvador y, finalmente, compartiré mi testimonio de cómo he llegado a saber que ésta es la Iglesia verdadera y viviente.

Ante todo estoy agradecido por mi experiencia con el poder purificador al que podemos acceder mediante las ordenanzas efectuadas por el poder del sacerdocio. Me he sentido perdonado y limpio a través del bautismo llevado a cabo por los que poseen la autoridad; he sentido el ardor en el pecho que sólo es posible gracias a las palabras de los siervos de Dios que dicen: “Recibe el Espíritu Santo”.

Mi sentimiento de gratitud procede también de las bendiciones para mi familia; es el poder para sellar y el conocimiento de ello lo que cambia y transforma nuestra vida familiar aquí y nuestra esperanza del gozo de una vida familiar en el mundo venidero. La idea y la esperanza de tener lazos eternos me permiten sobrellevar las pruebas de la separación y de la soledad que son parte de la vida terrenal. La promesa a los fieles de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es que tendremos lazos familiares y una expansión de nuestra familia en las eternidades; tal certeza cambia para siempre y para mejorar todas las relaciones familiares.

Por ejemplo, yo estoy en una etapa de la vida en la que, debido a la distancia, no puedo llegar a conocer bien a mis nietos, y con el tiempo, a mis bisnietos. También hay personas que jamás han tenido la oportunidad de casarse y ser padres que tienen el mismo anhelo que yo de estar cerca de sus familiares. Debido a la restauración del conocimiento de la familia eterna, somos más optimistas y bondadosos en todas nuestras relaciones familiares. Las mayores alegrías de esta vida se centran en la familia, como sucederá en los mundos venideros. Estoy tan agradecido por la certeza que tengo de que, si somos fieles, la misma sociabilidad que disfrutamos en esta vida nos acompañará para siempre en la venidera, con una gloria eterna.

También veo evidencia del profetizado perfeccionamiento de la Iglesia; por ejemplo, al viajar y llegar a conocer a los miembros de la Iglesia, noto que existe un progreso constante en su vida. En su fe y obediencia sencillas, la Expiación está cambiando y edificando a los miembros. A menudo asisto a reuniones donde personas evidentemente humildes, enseñan clases e imparten sermones con un poder tal como el de Lehi, Nefi y los hijos de Helamán. Ustedes recuerdan el relato:

“Y acaeció que Nefi y Lehi predicaron a los lamanitas con tan gran poder y autoridad, porque se les había dado poder y autoridad para hablar, y también les había sido indicado lo que debían hablar”.

Estoy seguro de que el reiterado deseo del presidente Gordon B. Hinckley se cumplirá. Él enseñó que todos los que se bauticen en la Iglesia permanecerán en plena hermandad si son nutridos por la buena palabra de Dios. Recuerdo que dijo que las últimas palabras que quizá diría al final de su servicio serían: “retención, retención, retención”. Sus palabras perduran en el liderazgo del presidente Monson y en todos nosotros al cumplir con los requisitos para tener poder como el de Lehi o el de Nefi para nutrir con la buena palabra de Dios. Tengo la seguridad de que ustedes continuarán sorprendiéndose, al igual que yo, por los humildes Santos de los Últimos Días que realizan las visitas de orientación familiar y de maestras visitantes, y que hablan a sus amigos que no son miembros de la Iglesia con un poder cada vez mayor.

Durante años hemos recordado las palabras del presidente David O. McKay, “Cada miembro un misionero”. Tengo la seguridad de que viene el día en que, mediante la fe de los miembros, veremos mayor cantidad de personas a quienes se invite a escuchar la palabra de Dios, las que aceptarán ser parte de la Iglesia verdadera y viviente.

Hay otro avance que también tengo la certeza de que sucederá. Las familias de toda la Iglesia están buscando formas de fortalecer y proteger a sus hijos contra las maldades que los rodean. En algunos casos, los padres intentan desesperadamente traer de regreso a alguno de sus familiares que se han apartado. Confío en que Dios recompensará, cada vez más, sus esfuerzos; aquellos que nunca se den por vencidos descubrirán que Dios nunca se dio por vencido y que Él los ayudará.

Gran parte de esa ayuda vendrá de los que son llamados a prestar servicio en la Iglesia. El espíritu de tender una mano aumentará, de modo que muchos serán inspirados, como el joven obispo Thomas Monson, con ideas prácticas para invitar y alentar a quienes quizás, por un tiempo, no reconozcan las bendiciones que Dios tiene reservadas para ellos. El presidente Monson aún recuerda a personas que trató de rescatar cuando era su obispo. Mi esperanza es que todos confiemos en que Dios nos guiará para tender la mano y rescatar a quienes Él desee que llevemos con nosotros al volver a Su presencia.

Otro adelanto que veo llegar al reino es el deseo y la capacidad de tender la mano a los pobres y necesitados. He visto un sorprendente aumento de conmiseración entre los miembros de la Iglesia hacia las víctimas de catástrofes naturales de todo el mundo; he visto, en avisos necrológicos, familias que solicitan que se envíen donaciones al Fondo Perpetuo para la Educación o al Fondo de Ayuda Humanitaria de la Iglesia.

El profeta José Smith vio ese maravilloso avance; dijo que cuando una persona realmente se convierte, anhela ir por todo el mundo para velar por los hijos de nuestro Padre Celestial. Eso ya está comenzando a suceder entre más miembros de la Iglesia. Lo que me resulta notable es que los que tienen menos recursos también siguen ese modelo de dar a los necesitados sin reparar en las buenas épocas o en las difíciles. Para mí, eso es una prueba de que la Expiación está obrando con una eficacia cada vez mayor entre los miembros.

Mi testimonio de que ésta es la Iglesia verdadera y viviente comenzó durante mi infancia. Uno de mis primeros recuerdos es el de una conferencia realizada, no en un lugar como éste, sino en un salón alquilado de un hotel. Un hombre, a quien yo no conocía y cuyo nombre hoy desconozco, estaba hablando; yo sólo sabía que era alguien enviado por un poseedor del sacerdocio a nuestro pequeño distrito del campo misional; no sé lo que dijo, pero recibí un testimonio potente y seguro, antes de los ocho años, aún antes de bautizarme, de que estaba escuchando a un siervo de Dios en la verdadera Iglesia de Jesucristo. No era el salón alquilado ni el tamaño de la congregación, que era reducido, sino que tuve la certeza de que en ese momento había sido bendecido por estar en una reunión de la Iglesia verdadera.

Al mudarme con mi familia a un lugar con estacas organizadas de la Iglesia, en mi adolescencia, sentí por primera vez el poder de los quórumes del sacerdocio y de un obispo caritativo. Aún recuerdo y siento la convicción que tuve al sentarme en el quórum de presbíteros junto al obispo y saber que él tenía las llaves de un verdadero juez en Israel.

Recibí ese mismo testimonio durante dos domingos cuando era joven, en Albuquerque, Nuevo México, y en Boston, Massachussets. En los dos casos me hallaba presente el día que se organizó una estaca a partir de un distrito. Se llamó como presidentes de estaca a hombres aparentemente comunes y corrientes, que yo conocía bien. Levanté la mano en ese momento como ustedes lo hicieron hoy y recibí un testimonio de que Dios había llamado a Sus siervos y de que yo sería bendecido por su servicio y por sostenerlos. Desde entonces, he experimentado ese mismo milagro infinidad de veces en la Iglesia.

En los días y meses subsiguientes al sostenimiento vi cómo esos presidentes de estaca se elevaron a la altura de su llamamiento. He visto el mismo milagro en el servicio del presidente Monson al recibir el llamamiento de presidir como profeta y presidente de la Iglesia y de ejercer todas las llaves del sacerdocio en la tierra. Ha recibido revelación e inspiración estando yo presente, lo cual me confirma que Dios honra dichas llaves. Soy un testigo ocular; son llaves de un sacerdocio que, en las palabras del Señor, “no tien[e] principio ni fin”.

Ofrezco mi solemne testimonio de que ésta es la Iglesia de Jesucristo verdadera y viviente. Nuestro Padre Celestial contestará sus fervientes oraciones para que lo sepan por ustedes mismos. Pueden recibir un testimonio de que los llamamientos de quienes sostuvieron hoy vienen de Dios; es más, pueden saber que en esta Iglesia se efectúan ordenanzas que purifican las almas y que unen en la tierra y en el cielo, como en los días de Pedro, Santiago y Juan. Ahora esas llaves y ordenanzas han sido restauradas en su plenitud por medio del profeta José Smith y transferidas a sus sucesores. Jesús es el Cristo, Él vive, yo lo sé. Testifico que Thomas S. Monson es Su profeta viviente; La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es verdadera e imperecedera. Lo testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Material Adicional

Daniel 2:34–35, 44–45

Antiguo Testamento

34 Estabas mirando, hasta que una piedra fue cortada, no con mano, y golpeó a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó.

35 Entonces fueron desmenuzados también el hierro, el barro cocido, el bronce, la plata y el oro, y fueron como el tamo de las eras del verano; y se los llevó el viento, y no se encontró rastro alguno de ellos. Pero la piedra que golpeó la imagen se convirtió en un gran monte que llenó toda la tierra.

44 Y en los días de estos reyes, el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido ni será dejado el reino a otro pueblo; despedazará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre.

45 De la manera que viste que del monte fue cortada una piedra, no con mano, la cual despedazó el hierro, el bronce, el barro cocido, la plata y el oro; el gran Dios ha hecho saber al rey lo que ha de acontecer en lo por venir; y el sueño es verdadero, y fiel su interpretación.

Doctrina y Convenios 65:2

Doctrina y Convenios

2 Las llaves del reino de Dios han sido entregadas al hombre en la tierra, y de allí rodará el evangelio hasta los extremos de ella, como la piedra cortada del monte, no con mano, ha de rodar, hasta que llene toda la tierra.

En el cenit de los tiempos

Gordon B. Hinckley

“Que Dios nos bendiga con una perspectiva del lugar que ocupamos en la historia y… con el deseo de mantenernos erguidos y de caminar con determinación de manera digna de los santos del Altísimo”.

¡ Qué emocionante y maravillo es I pasar por el umbral de los siglos! I Dentro de poco, todos tendremos esa experiencia. Pero aún más fascinante es la oportunidad que tenemos de dejar atrás el milenio que está por acabar y dar la bienvenida a mil años nuevos. Al contemplar este período, me acoge un grandioso y solemne sentimiento por las cosas de la historia.

Hace tan sólo dos mil años que el Salvador estuvo sobre la tierra. Un maravilloso reconocimiento del lugar que Él ocupa en la historia es el hecho de que el calendario que actualmente está en uso en casi todas partes del mundo ubica el nacimiento del Señor como el meridiano de los tiempos. Todo lo que ocurrió anterior a esa fecha se cuenta desde esa fecha hacia atrás; y todo lo que ha ocurrido desde entonces se mide a partir de ella hacia adelante.

Siempre que alguien usa una fecha, ya sea que se dé cuenta de ello o no, reconoce la venida a la tierra del Hijo de Dios. Su nacimiento, como se ha llegado comúnmente a determinar, marca el punto central de los tiempos, el meridiano de los tiempos reconocido a través de la tierra. Cuando utilizamos esas fechas no prestamos atención a ese hecho, pero si nos detenemos a pensar, debemos reconocer que Él es la figura sublime de toda la historia del mundo sobre la cual se basa nuestra medida del tiempo.

En los siglos antes de que Él viniera a la tierra, hubo profecías acerca de Su venida. Isaías declaró: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isaías 9:6).

El rey Benjamín declaró a su pueblo más de un siglo antes del nacimiento del Salvador:

“Porque he aquí que viene el tiempo, y no está muy distante, en que con poder, el Señor Omnipotente que reina, que era y que es de eternidad en eternidad, descenderá del cielo entre los hijos de los hombres; y morará en un tabernáculo de barro, e irá entre los hombres efectuando grandes milagros, tales como sanar a los enfermos, resucitar a los muertos, hacer que los cojos anden, y que los ciegos reciban su vista, y que los sordos oigan, y curar toda clase de enfennedades…

“Y se llamará Jesucristo, el Hijo de Dios, el Padre del cielo y de la tierra, el Creador de todas las cosas desde el principio; y su madre se llamará María” (Mosíah 3:5, 8).

No es de sorprender que ángeles hayan cantado al tiempo de Su nacimiento y que magos hayan viajado desde lejos para rendirle homenaje.

Fue el hombre perfecto que anduvo sobre la tierra; Él cumplió la ley de Moisés y trajo un nuevo precepto de amor al mundo.

Su madre era mortal, y de ella recibió los atributos de la carne; Su Padre era inmortal, el Gran Dios del Universo, de quien recibió Su naturaleza divina.

La sublime expresión de Su amor llegó con Su muerte, en que dio Su vida como sacrificio por todos los hombres. Esa Expiación, que se llevó a cabo en dolor inconcebible, se convirtió en el acontecimiento más grandioso de la historia, un acto de gracia para el cual el hombre no contribuyó nada, pero que trajo consigo la seguridad de la resurrección para todos aquellos que hayan vivido o que vivirán sobre la tierra.

Ningún otro acto de toda la historia humana se le compara; ningún otro suceso jamás ocurrido se le puede igualar. Totalmente libre de egoísmo y con amor incondicional para toda la humanidad, se convirtió en un acto de misericordia sin igual para toda la raza humana.

Luego, con la resurrección aquella primera mañana de Pascua vino la triunfal declaración de inmortalidad. Bien lo expresó Pablo: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22). El Señor no sólo concedió las bendiciones de la resurrección a todos, sino que abrió el camino a la vida eterna para todos aquellos que observen Sus enseñanzas y mandamientos.

Él fue y es la grandiosa figura central de la historia humana, el cénit de los tiempos y las eras de todos los hombres.

Antes de Su muerte, Él había llamado y ordenado a Sus apóstoles; ellos llevaron adelante la obra por un tiempo; Su Iglesia estaba establecida.

Transcurrieron los siglos. Una nube de obscuridad se asentó sobre la tierra. Isaías lo describió de esta manera: “Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones” (Isaías 60:2).

Era una época de pillaje y sufrimiento, caracterizada por largos y sangrientos conflictos. Carlomagno fue coronado emperador de los romanos en el año 800.

Eran tiempos de desesperanza, una época de amos y de siervos.

Pasaron los primeros mil años y daba comienzo el segundo milenio. Sus primeros siglos eran una continuación de los anteriores; eran tiempos cargados de temor y sufrimiento. La terrible y mortífera peste se originó en Asia en el siglo catorce; se extendió hacia Europa y subió hacia Inglaterra. A dondequiera que iba causaba la muerte repentina. Boccaccio dijo de sus víctimas: “Al mediodía almorzaban con sus amigos y familiares y de noche cenaban con sus ancestros en el otro mundo”. Llenaba de terror el corazón de la gente. En cinco años acabó con veinticinco millones de personas, un tercio de la población de Europa.

Periódicamente reaparecía para asestar un golpe con su mano oscura y macabra. Pero ésa fue también una época de mayor iluminación. A medida que los años continuaban su marcha inexorable, la luz del sol de un nuevo día empezaba a vislumbrarse sobre la tierra. Era el Renacimiento, un espléndido florecimiento del arte, de la arquitectura y la literatura.

Los reformadores se esforzaron para cambiar la iglesia, hombres destacados como Lutero, Melanchthon, Hus, Zwingli y Tyndale. Éstos fueron hombres de gran valor, algunos de los cuales padecieron muertes crueles por sus creencias. Nació el protestantismo con su petición de reforma. Cuando esa reforma no se logró, sus precursores organizaron iglesias propias, lo cual hicieron sin contar con la autoridad del sacerdocio. Lo único que ellos deseaban era encontrar una forma mediante la cual pudiesen adorar a Dios como ellos pensaban que se le debía adorar.

Mientras esa causa se intensificaba por el mundo cristiano, las fuerzas políticas también se empezaban a movilizar. Vino entonces la Revolución Americana, lo cual resultó en el nacimiento de una nación, cuya constitución declaraba que el gobierno no debía interferir en asuntos de religión. Era la alborada de un nuevo día, un día glorioso. Aquí ya no hubo más una iglesia del estado. No se favorecía a una secta más que a otra.

Después de siglos de tinieblas, dolor y luchas llegó el momento propicio para la restauración del Evangelio. Los antiguos profetas habían hablado de este día tan esperado.

Toda la historia del pasado señalaba hacia esta época. Los siglos, con todos sus sufrimientos y esperanzas, habían llegado y se habían ido. El Juez Todopoderoso de las naciones, el Dios viviente, determinó que habían llegado los tiempos de los cuales habían hablado los profetas. Daniel había previsto una piedra cortada, no con mano, y que fue hecha un gran monte que llenó toda la tierra.

“Y en los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; [sino que] desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre” (Daniel 2:44).

Isaías y Miqueas habían hablado mucho antes cuando vieron nuestros días con visión profética:

“Acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Jehová como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados, y correrán a él todas las naciones.

“Y vendrán muchos pueblos, y dirán: Venid, y subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará sus caminos, y caminaremos por sus sendas. Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová” (Isaías 2:2–3; véase también Miqueas 4:2).

Pablo había escrito acerca de la procesión entera del tiempo, del desfile de los siglos, diciendo: “Nadie os engañe en ninguna manera; porque no vendrá [ese día] sin que antes venga la apostasía” (2 Tesalonicenses 2:3).

Además, había dicho en cuanto a estos días: “[Habría] de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Efesios 1:10).

Pedro previó todo el panorama grandioso de los siglos cuando declaró con visión profética:

“Así que, arrepentios y convertios, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio,

“y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado;

“a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:19–21).

Éstas y otras visiones proféticas señalaban hacia esta gloriosa época, la época más maravillosa en todos los anales de la historia humana en que habría un día de restitución de la verdadera doctrina y verdadera práctica.

El albor de ese día glorioso fue en el año 1820 en que un jovencito, con sinceridad y fe, se dirigió hacia una arboleda y elevó su voz en oración, en busca de esa sabiduría que pensaba que tanto necesitaba.

Recibió como respuesta una gloriosa manifestación. Dios el Eterno Padre y el Señor Jesucristo resucitado se le aparecieron y hablaron con él. El velo que había estado cerrado la mayor parte de dos milenios se abrió para introducir la dispensación del cumplimiento de los tiempos. A ello siguió la restauración del santo sacerdocio, primero el Aarónico, y luego el de Melquisedec, bajo las manos de aquellos que lo habían poseído antiguamente. Otro testamento, que hablaba como una voz desde el polvo, salió a luz como un segundo testigo de la realidad y la divinidad del Hijo de Dios, el gran Redentor del mundo.

Las llaves de la autoridad divina fueron restauradas, incluso aquellas llaves que eran necesarias para unir a las familias por esta vida y por la eternidad en un convenio que la muerte no podía destruir.

La piedra fue pequeña al principio; algo en que uno no repararía, pero ha ido creciendo y está rodando hasta llenar toda la tierra.

Hermanos y hermanas, ¿se dan cuenta de lo que poseemos? ¿Reconocen el lugar que ocupamos en el gran drama de la historia humana? Lo que ocurre ahora es el punto central de todo lo que ha ocurrido antes. Éste es el tiempo de restitución. Éstos son los días de restauración. Éste es el tiempo en el que los hombres de la tierra vienen a la montaña de la casa del Señor para buscar y aprender Sus vías y para andar en Sus senderos. Éste es el resumen de todos los siglos de tiempo desde el nacimiento de Cristo hasta este día actual y maravilloso.

Ya rompe el alba de la verdad

y en Sión se deja ver,

tras noche de obscuridad,

el día glorioso amanecer.

(“Ya rompe el alba”, Himnos, N° 1)

Han pasado los siglos. La obra de los últimos días del Todopoderoso, de la que hablaron los antiguos, de la que profetizaron apóstoles y profetas, ha llegado. Está aquí. Por alguna razón que desconocemos, pero en la sabiduría de Dios, hemos tenido el privilegio de venir a la tierra en esta gloriosa época. Ha habido un gran florecimiento de la ciencia; se ha abierto una gran oportunidad para el aprendizaje; ésta es la época más sobresaliente del campo del empeño y del logro humano, y, más importante aún, es la época en que Dios ha hablado de nuevo, en que Su Amado Hijo se apareció, en que el sacerdocio divino ha sido restaurado, en que tenemos en nuestras manos otro testamento más del Hijo de Dios. ¡Qué época tan gloriosa y maravillosa!

Demos gracias a Dios por este generoso don. Le agradecemos este maravilloso Evangelio cuyo poder y autoridad se extienden incluso más allá del velo de la muerte.

Tomando en consideración lo que tenemos y lo que sabemos, debemos ser mejores personas de lo que somos; debemos ser más semejantes a Cristo, perdonar más, y ser de más ayuda y consideración para aquellos que nos rodean.

Nos encontramos en el cénit de los tiempos, sobrecogidos por un grandioso y solemne sentimiento del pasado. Ésta es la dispensación final y última hacia la cual han señalado todas las anteriores. Doy testimonio de la realidad y la veracidad de estas cosas. Ruego que cada uno de nosotros sienta la formidable maravilla de todo ello al esperar en breve la desaparición de un siglo y la muerte de un milenio.

Dejemos que se acabe este año y que llegue el nuevo. Que pase otro siglo y uno nuevo lo reemplace. Digamos adiós a un milenio y demos la bienvenida al comienzo de mil años más.

Y así avanzaremos en el continuo camino de crecimiento y progreso y aumento, influyendo positivamente en la vida de la gente de todas partes mientras la tierra dure.

En algún momento de todo este avance, Jesucristo aparecerá para reinar con esplendor sobre la tierra. Nadie sabe cuándo acontecerá eso; ni siquiera los ángeles del cielo saben el tiempo de Su regreso. Pero será un día bienvenido.

Oh Rey de reyes, ven

en gloria a reinar,

con paz y salvación,

tu pueblo a libertar.

Ven tú al mundo a morar,

e Israel a congregar.

(“Oh Rey de reyes, ven”, Himnos, N° 27).

Que Dios nos bendiga con una perspectiva del lugar que ocupamos en la historia y que después que la hayamos recibido, nos bendiga con el deseo de mantenernos erguidos y de caminar con determinación de manera digna de los santos del Altísimo, es mi humilde oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Gordon B. Hinckley, “En el cenit de los tiempos”, Liahona, enero de 2000, págs. 87–90.

El recogimiento del Israel disperso

Élder Russell M. Nelson

Del Quórum de los Doce Apóstoles

Ayudamos a congregar a los escogidos del Señor en los dos lados del velo.

Mis amados hermanos y hermanas, gracias por su fe, por su devoción y por su amor. Compartimos la inmensa responsabilidad de ser quienes el Señor desea que seamos y de hacer lo que Él desea que hagamos. Somos parte de un gran movimiento: el recogimiento del esparcido Israel. Hablo hoy de esta doctrina por motivo de su singular importancia en el plan eterno de Dios.

El convenio de Abraham

En la antigüedad, el Señor bendijo al padre Abraham con la promesa de hacer de su posteridad un pueblo escogido. Hay referencias a ese convenio a lo largo de las Escrituras. También se le hicieron las promesas de que el Hijo de Dios vendría por el linaje de Abraham, de que se heredarían ciertas tierras, de que naciones y pueblos de la tierra serían bendecidos por medio de sus descendientes, y aún más. Aunque algunas partes de ese convenio ya se han cumplido, el Libro de Mormón enseña que ese convenio de Abraham ¡se cumplirá sólo en los últimos días!. Además, subraya que nosotros nos encontramos entre los del pueblo del convenio del Señor. Nuestro es el privilegio de participar personalmente en el cumplimiento de esas promesas. ¡Qué época tan emocionante para vivir!

Israel fue esparcido

Como descendientes de Abraham, las tribus del antiguo Israel tuvieron acceso a la autoridad del sacerdocio y a las bendiciones del Evangelio, pero, con el transcurso del tiempo, los del pueblo se rebelaron, mataron a los profetas y fueron castigados por el Señor. Diez tribus fueron llevadas cautivas a Asiria, desde donde se perdieron para los registros de la humanidad (obviamente, las diez tribus no están “perdidas” para el Señor). Las dos tribus que quedaron permanecieron un breve tiempo hasta que, a causa de su rebelión, fueron llevadas cautivas a Babilonia. Una vez que regresaron, fueron favorecidos del Señor, pero una vez más, no le honraron: le rechazaron y le difamaron. El amoroso Padre, entristecido, juró: “os esparciré entre las naciones” y así lo hizo; entre todas las naciones.

Israel será recogido

La promesa de Dios del recogimiento del esparcido Israel ha sido igualmente categórica. Isaías, por ejemplo, previó que en los últimos días el Señor enviaría “mensajeros veloces” a la esparcida “nación de elevada estatura y tez brillante”.

Esa promesa del recogimiento, que se encuentra por todas las Escrituras, se cumplirá tan ciertamente como se cumplieron las profecías del esparcimiento de Israel.

La Iglesia de Jesucristo en el meridiano de los tiempos y la apostasía

Antes de Su crucifixión, el Señor Jesucristo estableció Su Iglesia, la cual comprendió apóstoles, profetas, setentas, maestros, etc.. Y el Maestro envió a Sus discípulos a todo el mundo a predicar Su Evangelio.

Con el paso del tiempo, la Iglesia que estableció el Señor cayó en la decadencia espiritual. Sus enseñanzas fueron modificadas y sus ordenanzas, cambiadas. Llegó la gran apostasía como lo había predicho Pablo, quien sabía que el Señor no vendría “sin que antes [viniese] la apostasía”.

Esa gran apostasía siguió el modelo que había puesto fin a cada una de las dispensaciones anteriores. La primera dispensación tuvo lugar en la época de Adán. Posteriormente, vinieron las dispensaciones de Enoc, de Noé, de Abraham, de Moisés y otras. Cada profeta tuvo el encargo divino de enseñar acerca de la divinidad y de la doctrina del Señor Jesucristo. En cada dispensación, esas enseñanzas tuvieron por objeto ayudar a las personas, pero la desobediencia de éstas tuvo como resultado la apostasía. De ese modo, todas las dispensaciones anteriores estuvieron limitadas tanto con respecto al tiempo como al lugar. Estuvieron limitadas con respecto al tiempo debido a que cada una terminó en apostasía, y estuvieron limitadas con respecto al lugar ya que se restringieron a un segmento relativamente pequeño del planeta Tierra.

La restauración de todas las cosas

Así vemos que era necesaria una restauración total. Dios el Padre y Su Hijo Jesucristo llamaron al profeta José Smith a ser el profeta de esta dispensación. Todos los poderes divinos de las dispensaciones anteriores debían restaurarse por conducto de él. Esta dispensación del cumplimiento de los tiempos no había de ser limitada en lo referente a tiempo ni a lugar, puesto que no terminaría en apostasía y llenaría todo el mundo.

El recogimiento de Israel: parte integral de la restauración de todas las cosas

Como profetizaron Pedro y Pablo, todas las cosas habían de ser restauradas en esta dispensación. Por consiguiente, debe venir, como parte de esa restauración, el largamente esperado recogimiento del Israel disperso. Es el preludio indispensable de la segunda venida del Señor.

Esta doctrina del recogimiento es una de las enseñanzas importantes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. El Señor ha dicho: “…os doy una señal… que recogeré a mi pueblo de su larga dispersión, oh casa de Israel, y estableceré otra vez entre ellos mi Sión”. La salida a luz del Libro de Mormón es una señal para el mundo entero de que el Señor ha comenzado a recoger a Israel y a cumplir los convenios que hizo con Abraham, con Isaac y con Jacob. No sólo enseñamos esta doctrina, sino que tomamos parte en ella. Lo hacemos al ayudar a congregar a los escogidos del Señor en los dos lados del velo.

El Libro de Mormón es fundamental para esta obra, pues proclama la doctrina del recogimiento; motiva a las personas a aprender acerca de Jesucristo, a creer en Su Evangelio y a unirse a Su Iglesia. De hecho, si no existiera el Libro de Mormón, el prometido recogimiento de Israel no se llevaría a cabo.

Para nosotros, el honrado nombre de Abraham es importante. Éste se menciona en más versículos de las Escrituras de la Restauración que en todos los versículos de la Biblia. Todos los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días están vinculados con Abraham. El Señor reafirmó el convenio de Abraham en nuestra época por medio del profeta José Smith. En el templo, recibimos nuestras máximas bendiciones como descendientes de Abraham, de Isaac y de Jacob.

La dispensación del cumplimiento de los tiempos

Esta dispensación del cumplimiento de los tiempos fue prevista por Dios como el tiempo del recogimiento, tanto en el cielo como en la tierra. Pedro sabía que, tras un período de apostasía, vendría la restauración. Él, que estuvo con el Señor en el Monte de la Transfiguración, dijo:

“Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio,…

“a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo”.

En los tiempos actuales, los apóstoles Pedro, Santiago y Juan fueron enviados por el Señor con “las llaves de [Su] reino y una dispensación del evangelio para los últimos tiempos; y para el cumplimiento de los tiempos”, en la cual Él juntaría “en una todas las cosas, tanto las que están en el cielo, como las que están en la tierra”.

En 1830, el profeta José Smith supo del mensajero celestial llamado Elías, quien poseía las llaves para llevar a cabo “la restauración de todas las cosas”.

Seis años después, se dedicó el Templo de Kirtland. Tras haber aceptado el Señor esa santa casa, vinieron mensajeros celestiales con llaves del sacerdocio. Se apareció Moisés y “entregó las llaves del recogimiento de Israel de las cuatro partes de la tierra, y de la conducción de las diez tribus desde el país del norte.

“Después de esto, apareció Elías y entregó la dispensación del evangelio de Abraham, diciendo que en nosotros y en nuestra descendencia serían bendecidas todas las generaciones después de nosotros”.

En seguida, vino Elías el profeta y proclamó: “He aquí, ha llegado plenamente el tiempo del cual se habló por boca de Malaquías, testificando que él [Elías el profeta] sería enviado antes que viniera el día grande y terrible del Señor, para hacer volver el corazón de los padres a los hijos, y el de los hijos a los padres, para que el mundo entero no fuera herido con una maldición”.

Esos sucesos ocurrieron el 3 de abril de 1836 y así se cumplió la profecía de Malaquías. Se restauraron las sagradas llaves de esta dispensación.

El recogimiento de las almas al otro lado del velo

Felizmente, la invitación a “venir a Cristo” también puede hacerse a los que han muerto sin conocimiento del Evangelio. Parte de la preparación de ellos requiere la obra terrenal de otras personas. Recogemos datos para los cuadros genealógicos, preparamos registros de grupo familiar y efectuamos vicariamente la obra del templo a fin de recoger a las personas para el Señor y en sus familias.

Participar en el recogimiento: un cometido por convenio

Aquí en la tierra, la obra misional es de importancia fundamental para el recogimiento de Israel. El Evangelio debe llevarse primero “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Por lo tanto, siervos del Señor han salido a proclamar la Restauración. En muchas naciones, nuestros misioneros han buscado a los dispersos de Israel; los han cazado “por las cavernas de los peñascos” y los han pescado como en los tiempos antiguos.

La opción de venir a Cristo no depende del lugar donde se viva, sino que es asunto de dedicación individual. Las personas pueden “[ser llevadas] al conocimiento del Señor” sin dejar su tierra natal. Cierto es que, en los primeros días de la Iglesia, la conversión solía comprender también la emigración. Pero en la actualidad, el recogimiento se lleva a cabo en cada nación. El Señor ha decretado el establecimiento de Sión en cada lugar donde Él ha dado a Sus santos su nacimiento y su nacionalidad. Las Escrituras predicen que las personas “[serán reunidas] en las tierras de su herencia, y [serán establecidas] en todas sus tierras de promisión”. “Cada nación es el lugar de recogimiento de su propia gente”. El lugar de recogimiento de los santos brasileños es Brasil; el lugar de recogimiento de los santos nigerianos es Nigeria; el lugar de recogimiento de los santos coreanos es Corea, y así, sucesivamente. Sión es “los puros de corazón”. Sión es cualquier lugar donde haya santos justos. Tanto las publicaciones como las comunicaciones y las congregaciones han llegado a tal punto de adelanto que casi todos los miembros de la Iglesia tienen acceso a las doctrinas, a las llaves, a las ordenanzas y a las bendiciones del Evangelio, vivan donde vivan.

La seguridad espiritual siempre dependerá de la forma en que se viva y no de dónde se viva. Los santos de todos los países tienen el mismo derecho a recibir las bendiciones del Señor.

Esta obra de Dios Todopoderoso es verdadera. Él vive. Jesús es el Cristo. Ésta es Su Iglesia, restaurada para llevar a cabo su destino divino, incluso el prometido recogimiento de Israel. El presidente Gordon B. Hinckley es el profeta de Dios hoy en día, y de ello doy testimonio en el nombre de Jesucristo. Amén.

Russell M. Nelson, “El recogimiento del Israel disperso”, Liahona, noviembre de 2006, págs. 79–81.

DMU Timestamp: November 24, 2021 06:21





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